Por: Armando de Armas
(Palabras de presentación del libro publicadas en Otro Lunes)
Mención aparte merece el dios griego Pan porque éste encarna como ningún otro un aspecto de la sexualidad que es, en definitiva, un aspecto consustancial a la divinidad, me refiero al temor, y al terror, que inspira lo condicionante sobre lo condicionado, lo inmortal sobre lo mortal. Por ello lo pánico puede referirse lo mismo al miedo incontrolable que al deseo sexual incontrolable. El pánico, obvio, lo produce Pan. Cuando en Cuba las jineteras declaran que van a hacer el pan se refieren en un plano consciente a que van en busca del sustento mediante la molienda en la entrepierna, pero quizá también habría en esa declaración una invocación inconsciente para laborar eficazmente sobre el falo bajo los auspicios del viejo Pan.
Mi amigo el poeta Armando Álvarez Bravo suele asegurar que en la modernidad las únicas instituciones serias que quedan son la Mafia Siciliana y el Opus Dei.
Pero el sexo no deja de ser serio, es decir sacro, ni aun siendo enlatado y rentado en el porno exprés o, miren ustedes, ni siquiera en aquel inefable momento estadounidense en que Bill Clinton y Monica Lewinsky dijeron que la práctica entrambos del sexo oral aliñada con un heroico habano en el despacho Oval de la Casa Blanca no era una relación sexual o, para rematar, ni siquiera cuando la feminista Hillary dijo, en defensa de la familia, que todo no era más que una conspiración de la demoniaca derechona.
Los antiguos, tan sabios, tenían sus dioses y demonios para el desenvolvimiento sexual. Así, por ejemplo, los romanos tenían a Venus, los judíos a Lilith, los arios a Freyja, los griegos a Eros y Afrodita, los egipcios a Anuket, y los yoruba a Ochum.
Por ello tal vez Yovana escribe en el relato La sorpresa, del volumen que presentamos:
“Tengo miedo, y como siempre, el miedo me paraliza. Debo tener mis ojos enormes de vaca abiertos a todo lo que dan por el miedo, porque me arden (…) Me asusta la mano de mi novio desabotonándome la saya para meter la mano en mi blúmer (…) Se escupe una mano y se frota con esa mano la pinga. Se pone sobre mí y sin darme cuenta me mete la pinga. Doy un grito de dolor, pero él me tapa la boca, mientras se esfuerza por seguir metiéndome la pinga dura. Siento como si estuviera metiéndome un edificio a empujones por ahí para adentro. Me duele, me arde (…) Tengo miedo, me duele y no puedo moverme (…) De pronto hace como la otra noche. Se pone rígido, convulsiona como si tuviera un ataque epiléptico y de adentro de la garganta le sale un ruido raro como de un animal salvaje”…El dolor y el deseo, la muerte y la inmortalidad, el miedo y el alma, lo sucio y lo sublime, el poder y la perversión, el alimento y la abstención, lo caníbal y lo celestial, la orgía y la gloria son expresiones consustanciales al sexo y a lo sagrado; al sexo como expresión última de lo sagrado.
El temor de Dios no es una fábula de pacatos, es una prevención de los pragmáticos. Por ello nadie en su sano juicio entre los antiguos semitas osaría acercarse al Arca de la Alianza sin la debida prevención y protección iniciática. Dios es fálico, mata y se expande mediante el falo. Lo intuye Yovana cuando escribe en el relato Vieja columna para un Lobo Estepario, de este libro, que una “columna puede ser la única ascensión posible al cielo. Y mucho más si detrás de esa columna me esperas tú”… Si detrás de esa columna acecha Dios, digo yo.
En todas las religiones primordiales el devoto devora al dios, para incorporar, apropiarse de sus propiedades. Es lo que sobrevive sublimado en el acto de tragar la Venerable Hostia y de beber el Venerable Vino en el sacramento de la Eucaristía o Santa Misa. Nada menos que jamarse, como diría Yovana, no sólo la carne sino también la sangre de Cristo simbolizados en la harina de trigo y en la uva podrida. Lo más bajo por lo más alto. El vicio por la virtud.
Por ello en el folklor cubiche jamarse la jeva es consumar el acto sexual. Por ello se le llama vianda al falo, papaya a la vagina, leche al semen y pastel a la orgía. Por ello ante el hambre y el ateísmo impuestos en la isla por los comunistas, al cubano no le ha quedado otra que darse al hartazgo del sexo no sólo como sucedáneo del alimento sino del alma. Con los peligros del alma hemos topado.
No habría aventura como la experimentada en los misterios orgiásticos; en los ritos de las festividades agrarias. Allí donde desaparecería todo pensamiento pecaminoso, todo sentido de culpa, porque el individuo logra salir del sí mismo, expandirse en lo colectivo tribal, en el ejercicio desaforado del sexo en un sentido sacrificial; sexo sacramentado. Auténtica aventura en que se difuminan el arriba y el abajo, el adentro y el afuera, el aquí y el allá; el tuyo y el mío. En la orgía se suprime toda exclusión. Acá el hombre está desnudo no ante sí, no ante el otro, sino ante los dioses. Así, en la orgía, se suprimen no sólo los condicionamientos de lo social, sino también los condicionamientos de los estratos más profundos de la psiquis. Luego, en la orgía estaríamos avanzando hacia la liberación total.
Ocurre con la orgía un descenso a las aguas, fluidos primordiales. Las aguas, los fluidos, como símbolo de lo femenino. Vuelta a la Diosa Madre. Victoria de la Vulva. Regreso a lo indiferenciado, al caos regenerativo. La orgía sucede siempre bajo el signo de lo femenino, no importa que haya hombres participando, no importa que esos hombres hayan seducido u obligado a las mujeres a tomar parte de la orgía. Una vez que se desencadene la orgía las mujeres mandan, son el centro, vacío a llenar, y los hombres obedecen; aun cuando crean que mandan.
Para subir al cielo hay que bajar al infierno. Toda luz emite una sombra. A todo santo le sale su satán. A todo Cristo su Anticristo. Por eso el muerto pare al santo. Por eso para vivir hay que morir. Por la misma razón el ocho simboliza la muerte y la eternidad al mismo tiempo. Por lo mismo el Cristo Crucificado, desnudo y sangrante, es al unísono el más débil y el más fuerte de todos los dioses. De modo que en el segundo del orgasmo se muere y a la vez se vive. Yovana parece verlo en el primer relato de este volumen: “Se queda quieto. Tiene la frente muy sudada, los ojos cerrados y siento que va aflojando todo su cuerpo. Se va aflojando hasta que cae sobre mí, desvanecido (…) No sé qué hacer, tengo miedo y ganas de llorar”… Por ello el Tantra Yoga, y la mayoría de las vías de la iluminación, previenen sobre la emisión del semen. Por esa razón el hombre virilmente más poderoso no sería el que más se derrame sino el que más se contenga. Aunque al final ha de derramarse para empoderarse; aflojarse para fortalecerse. Morir para dar vida.
No por gusto, en las órdenes de caballería que procesaban el culto de la mujer, la prueba última del caballero, llamada asag, consistía en pasar una noche en el lecho con la mujer completamente desnuda sin realizar ningún acto carnal, no como una disciplina de castidad, sino para exasperar el deseo. Bajo el precepto, creo, de que quien sabe aguardar está en capacidad de disfrutar, vivir más.
Con el orgasmo se arriba al cielo, para inmediatamente caer en el infierno. Hemingway lo ve y lo plasma en Por quién doblan las campanas, en esa memorable escena en que los protagonistas tienen un orgasmo sobre la tierra y sienten que la misma se abre un abismo bajo sus cuerpos sudados.
Por ello el folklor nórdico ario está repleto de caballeros maculados, marcados, muertos en el intento de la conquista de las mieles del Grial. El Grial acá como continente, como vacío que espera un lleno. Narraciones que reflejan una edad arcaica de sexo sacramental, para la liberación de unas energías que conectan con lo divino; pura magia operacional. Es el secreto que preservaban muchas órdenes iniciáticas en el medioevo y el renacimiento, como los Templarios y los Fieles de Amor (a la que perteneció nada menos que Dante Alighieri), que entroncaban subterráneamente con los cultos mistéricos de la Diosa Madre, la Astarté-Ischtar que desde Asiria y Babilonia se expande por Egipto, Grecia y Roma, órdenes donde la mujer recibía al feligrés en su templo para juntos acceder a los dones de la diosa, diosa ella misma. Recuerden que templar viene de templo. Templar no sería otra cosa que tener acceso al templo.
Pero, la modernidad suele malearlo todo y ni el sexo escapa. Parece que lo moderno no inicia con esa sonsera de la Internet, sino con la desacralización del sexo. Al perderse la perspectiva numinosa de lo sexual, es sustituida por el honor que ahora viene a posarse en la entrepierna y, en consecuencia, al reprimirse el desempeño en la entrepierna en nombre del honor, ocurre entonces una revolución de signo contrario, sobre la que el filósofo tradicionalista italiano Julius Evola se limitaba a señalar el carácter colectivo y, en cierto sentido, abstracto del erotismo y del tipo de fascinación que se concentra actualmente en los ídolos femeninos más recientes, en una atmosfera alimentada de mil maneras: cine, revistas ilustradas, anuncios de tv, espectáculos, concursos de belleza y demás.
Acá la persona real de la mujer es frecuentemente una especie de soporte casi enteramente desprovisto de alma, usada hasta para vender aspirinas y aspiradoras, un centro de cristalización de esta atmósfera de sexualidad difusa y crónica, de tal modo que la mayor parte de las estrellas de rasgos fascinantes, mujeres fatales como las ha popularizado el séptimo arte, en realidad, como personas, tienen cualidades sexuales muy mediocres y decadentes, siendo su fondo existencial, más o menos, el de mujeres ordinarias desviadas, con rasgos neuróticos y por lo mismo insatisfechas hasta la madre. Respecto a ellas, ha sido empleada muy justamente la imagen de las medusas con sus magníficos colores iridiscentes que se reducen a una masa gelatinosa y se evaporan cuando se las coloca al sol, fuera del agua; el agua correspondería, en este caso a una atmósfera de sexualidad difusa y colectiva. Esta es la contrapartida en la mujer de esos hombres que se distinguen en la actualidad por su fuerza, por su masculinidad puramente atlética o deportiva, machos duros donde los haya, pero que, ay, igual que en el caso de la mujer se reducen a masa gelatinosa que se evapora nada más se les pone al sol. Es la atmósfera que se percibe en el último relato de este volumen, Fantasía de rabbit a dos manos: “Cierro los ojos porque la luz que entra por la ventana me molesta, pero no corro las cortinas porque imaginar que alguien nos observa provoca más punzadas en mi vagina. «I’m no good for you». Dice Lenny mirando a la american woman a los ojos y entra Johnny con su jeans roto y su sombrero de cowboy. «I am!», grita Johnny agarrándose la portañuela con una mano”…
De los múltiples ismos que asolan la psiquis presente surge la humanidad sin atributos, esa que da título a la novela del gran Musil, y si en la antigüedad las mujeres serían adoradas como diosas por hombres verdaderamente viriles, en la modernidad serían adoradas como muñecas por infelices fantoches. En el libro de Yovana vive una diosa, prosa precisa mediante, que reclama ser adorada y apuesta por el exorcismo final que nos regrese sin demora a la real religiosidad de la vulva victoriosa.