miércoles, 28 de mayo de 2008

Cuentos de marcianos y chinos

Cuando era niña leía sin parar libros de ciencia ficción - la gran mayoría rusos por supuesto- y uno de mis grandes temores era que seres extraterrestes invadieran el planeta. Después Daína Chaviano cooperó bastante con estos miedos infantiles, y para rematar Ray Bradbury y "La Guerra de las Galaxias" completaron mis temores de una invasión marciana, por lo menos. Pero como dicen siempre, la realidad supera la ficción porque quién más alimentó mis fobias infantiles de invasión fue la Revolución donde nací, me crié y crecí. Gracias a ella no me quedó más remedio que crecer rodeada de las malditas invasiones que regresaban por montones, una y otra vez a mi vida, y que vuelvo a confesar, les tengo un pánico de muerte.
Les hago un breve recuento para que entiendan. A la primera fobia de ser invadida por extraterrestres, siguió la constatación en mi adolescencia de que estaba invadida desde hace tiempo por los soviéticos que ocupaban casi todo los rincones de mi corta vida, desde la ropa que usaba, y que era comprada por mi padre en sus viajes a la URSS, los libros que leía, la metodología de estudios que seguía, el nombre del Destacamento donde estudiaba mi auxiliar pedagógica y que era el ejemplo que nos obligaban a seguir, las medallas de pionera vanguardia que guardaba mi madre en mi nombre y que representaban a Lenin de niño, los juguetes que tenía, los muñequitos que veía en la televisión, los ballets que estrenaban, las películas infantiles del domingo en la mañana, los técnicos amigos de mi papá que visitábamos en el Reparto Naútico, hasta el programa de actuación que estudiaba en la ENIT... y lo peor fue que cuando aquella mañana de noviembre de 1982, cuando nos formaron en el patio de la beca para anunciarnos la noticia de la muerte de Brezhnev, lloré amargamente por alguien que sólo conocía de la primera página del Granma, de las noticias del noticiero cubano, y de visita a Cuba con pompa y ceremonia, pero alguien al fin y al cabo que sólo era el presidente de otro país como lo era cualquier otro en aquel momento, pero que en esencia no era mi presidente. Gracias a Dios un buen día se acabó la invasión rusa, justo cuando fusilaron a Ochoa, no es que la muerte de Ochoa acabó con la invasión rusa, es que no sé por qué razones del destino para mi el año 1989 es justo cuando perdimos la inocencia muchos de nosotros, los nacidos dentro de la Revolución, porque ese mismo año que fusilaron a Ochoa y se acabó la invasión rusa, comenzó una de las etapas más negras para los cubanos de la Isla: el período especial. Y ahí comenzó otra invasión en mi vida, la invasión de los turistas que comenzaron a llegar por toneladas a Cuba, sedientos de tabaco, ron y carne fresca, sobre todo, carne negra y mulata.

Decía que a partir de entonces muchos perdimos la inocencia porque poco a poco, empezaron a salir todos los defectos de la Revolución que durante años, el gobierno cubano trató de esconder, o maquillar, a través del cacareo de la prensa oficial, de las grandes exportaciones de sloganes a otros países de Latinoamérica, y de programas televisivos triunfalistas que consumíamos con cebollitas y col encurtidas, carne rusa, compota de manzana y vodka barato. La Revolución pasó de ser una puta con glamour, deseada por jóvenes bohemios y barbudos de todos los rincones del mundo, penetrada sexualmente por blancos rubios del CAME que la compraban al precio de cargueros de petróleo mientras ella tímidamente sólo ofrecía unos cuantos saquitos de azúcar, a ser una puta de bajeza, que se acostaba con cualquiera que diera a cambio un plato de comida, una latica de cerveza y un "blumer" barato. Retornábamos a la época de la colonización donde los españoles ofrecían espejitos y baratijas a cambio de mano de obra, bien barata.

Gracias a Dios otra vez, explotó aquello en 1994 y a la invasión del momento, la opacó otra invasión: la de los balseros cubanos hacia Estados Unidos. Pero que los cubanos se fueran por miles hacia Miami, no impidió que siguieran las invasiones en Cuba, porque detrás de la invasión de turistas de todos tipos: españoles, alemanes, italianos, canadienses, etc., etc., etc., vino la invasión de jineteras, chulos, y vendedores de todos tipos y de todas cosas. Que por cierto, todavía no ha terminado.

Cuando salí de Cuba creí que los temores a invasiones quedarían atrás, y todo iba racionalmente bien hasta ahora que regresaron mis fobias infantiles de invasión, y creánme que Hollywood no tiene la culpa con sus películas apocalípticas sobre el exterminio de la raza humana por una epidemia creada en una laboratorio gringo, o la venida de seres verde-grisáceos pegajosos y asquerosos, o una guerra con muertos-vivos que comen gentes y convierten a sus víctimas en cadáveres sedientos de sangre, o una guerra provocada por musulmanes terroristas que invaden este país después del apocalipsis del 9/11. La culpa ahora la tienen los chinos.

Por culpa de los chinos ahora cuando compro cualquier cosa, desde ropas hasta juguetes para mi hija, miro la etiqueta para leer el "Made in...", y pensarlo dos veces antes de comprar algo hecho en China, porque quiero evitar a toda costa la invasión de los chinos. Y no crean que estoy alucinando o escribiendo un cuento de ciencia ficción, pero es que realmente los chinos se han convertido en invasión anunciada, sino me creen vuelvan a ver "Blade Runner" y diganme quienes son la multitud que se aglomera en la ciudad: chinos. Ridley Scott lo sabía y desde entonces lo anunció: los chinos invadirían nuestras vidas.

Y tanto he remaldecido de los chinos cada vez que salgo de compras, o veo las noticias de fábricas chinas, progreso y desarrollo chino, que cuando me levanté hace unos días y leí que un terremoto había arrasado en China, me sentí culpable. Rápidamente pensé que Dios había escuchado mis lamentaciones y súplicas, y decidió de un solo movimiento de tierras acabar con miles de chinos a la vez para que no siguieran invadiéndonos. Encendí mi vela inmediatamente e hice un acto de arrepentimiento, un mea culpa que salvara a los chinos y los retornara felices a su tierra, sin grietas profundas, sin destrucción, sin sangre y sin dolor. Además, de una dura penitencia y de enviar ayuda monetaria a China, pedí y pedí por ellos, pero por si acaso no grito tan alto pidiendo clemencia, porque va y Dios se emociona, y vuelven los chinos a tomar fuerzas y a invadirnos... digo yo.

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